¿EL SEÑOR LAGOS?
Hace ya muchos años, un día llamaron a nuestra puerta en Barcelona... No esperábamos a nadie. ¿Sería el Sr. Justo, portero del edificio donde vivíamos? A veces nos comunicaba algo o simplemente quería charlar, tal vez entregarnos una carta de la patria lejana, de algún pariente de Mari, mi compañera aquí en Barcelona...
Fui a la puerta, abrí..., ¡cielos!, esta cara me es conocida, me dije, las células de la memoria se pusieron a trabajar enseguida. Busca, rebusca, quién demonios es... Entonces, el visitante formuló su pregunta:
—¿El señor Lagos?... —y esbozó a la vez una sonrisa medio en sorna, medio amistosa, mientras introducía una mano en el interior de la chaqueta y me alargaba una tarjeta de visita.
La memoria ya me había dado la respuesta, pero no era posible. Es verdad que habían transcurrido un montón de años, un enorme abismo separaba este instante del que en mi memoria se aparecía el de entonces: un joven delgaducho, tanto, tanto, que los trajes que llevaba siempre parecían como si nadara dentro de ellos, un peinado casi a la gomina inclinaba su cabellera hacia un lado, y un mechón rebelde siempre le caía hacia delante casi tapando uno de sus ojos, la sonrisa siempre franca aunque con ese punto de sorna que desquiciaba a más de alguno. Casi un gentleman, se echaba de ver que era de familia acomodada, y provenía de un liceo high (¡qué idea tan peregrina!).
Pero el hombre que se aparecía en mi puerta era goooordo, más goooordo que yo, pero mucho más, y esto era lo que me detenía para darle un abrazo encendido. El traje y el porte, sin embargo, seguían siendo los mismos, al igual que su sonrisa.
Por cortesía acepté su tarjeta, pero sin poderme aguantar más, lo abracé, al tiempo que exclamaba su nombre:
—¡¡¡Flaco Martíiiiiiinez, no es posible!!! ¡No me lo puedo creer! ¡Qué te ha pasado, Flaquiiiito (había metido la pata con ese trato, pero qué iba a hacerle, ya estaba dicho), pasa, pasa!
Seguía riendo el Flaco, seguía riendo a pesar de todos los que habían sido perseguidos, era la única manera de sobrevivir. Yo hacía lo propio, a pesar de la muerte de un amigo al que los esbirros del tirano siguieron y le tendieron una emboscada fuera del país; y reímos más todavía esa tarde, ese crepúsculo en nuestro departamento de Barcelona, junto a alguna botellita de tinto.
Me contó de la chica Gloria, de cómo su constante amor pudo hacer que conociera la dicha, de los «cauros» de la jec, de su militancia, de cómo habían sobrevivido con la Chica vendiendo mermelada o salsa de tomate que, artesanalmente, preparaban en su casa... Hacía miles de días, montones de años que yo había dejado de relacionarme con los amigos de la jec. Un día decidimos con Carlitos Paul largarnos a Valparaíso y allí ocurrieron más cosas, entre otras, que el chico Carlos conoció a su compañera, quien aún lo soporta. Pero ésa es otra historia y ya se contará o no.
El asunto ahora es que el flaco Martínez había quintuplicado sus dotes de buen hacer y era un empresario en toda regla. Huyó del régimen, huyó de deudas en negocios que fueron fracasando, me contó, y esperaba reunirse con Gloria aquí en Barcelona unos días... Mi felicidad aumentó: vería a la chica Gloria, cogida del brazo, al fin, del flaco Martínez. Y así fue. Mientras tanto, mi compañera Marisa guardaba un silencio cariñoso y poco a poco iba interesándose por los quehaceres del Flaco. Y así fue como uno de esos días hizo casi de «abogado» nuestro ante la posible compra de un departamento en que estábamos interesados...
Aún no nacía nuestro hijo (ahora tiene 25), la paga era escasa, no quería Marisa seguir pagando arriendo, Marisa quería comprar un apartamento, y así fue como, ante un anuncio de venta en el barrio, concertamos cita y el Flaco se ofreció a acompañarnos. Lo que no sabíamos era que el Flaco se erigiría en defensor de nuestro intereses e inquiriría por todo ante el dueño que quería vender, que si la plusvalía, que si el derecho aquí, allá, que esto y lo otro. Al final, el vendedor estaba tan abrumado por todas las preguntas del Flaco que nos dejó por cansancio, sin decirlo, claro, a la vez que nosotros aprovechábamos un silencio para despedirnos y prometer una futura visita o llamada que jamás se hizo, y no compramos, claro.
Notable el Flaco, como siempre, Marisa estaba asombrada de todo lo que estaba enterado, sin ser español ni vivir aquí.
Así fue la entrada del Flaco en nuestra vida, de nuevo en mi vida, y así la he querido contar a todos. Seguirán más episodios aquí, si me animo e interesa.
lagos luis «lucho»
Fui a la puerta, abrí..., ¡cielos!, esta cara me es conocida, me dije, las células de la memoria se pusieron a trabajar enseguida. Busca, rebusca, quién demonios es... Entonces, el visitante formuló su pregunta:
—¿El señor Lagos?... —y esbozó a la vez una sonrisa medio en sorna, medio amistosa, mientras introducía una mano en el interior de la chaqueta y me alargaba una tarjeta de visita.
La memoria ya me había dado la respuesta, pero no era posible. Es verdad que habían transcurrido un montón de años, un enorme abismo separaba este instante del que en mi memoria se aparecía el de entonces: un joven delgaducho, tanto, tanto, que los trajes que llevaba siempre parecían como si nadara dentro de ellos, un peinado casi a la gomina inclinaba su cabellera hacia un lado, y un mechón rebelde siempre le caía hacia delante casi tapando uno de sus ojos, la sonrisa siempre franca aunque con ese punto de sorna que desquiciaba a más de alguno. Casi un gentleman, se echaba de ver que era de familia acomodada, y provenía de un liceo high (¡qué idea tan peregrina!).
Pero el hombre que se aparecía en mi puerta era goooordo, más goooordo que yo, pero mucho más, y esto era lo que me detenía para darle un abrazo encendido. El traje y el porte, sin embargo, seguían siendo los mismos, al igual que su sonrisa.
Por cortesía acepté su tarjeta, pero sin poderme aguantar más, lo abracé, al tiempo que exclamaba su nombre:
—¡¡¡Flaco Martíiiiiiinez, no es posible!!! ¡No me lo puedo creer! ¡Qué te ha pasado, Flaquiiiito (había metido la pata con ese trato, pero qué iba a hacerle, ya estaba dicho), pasa, pasa!
Seguía riendo el Flaco, seguía riendo a pesar de todos los que habían sido perseguidos, era la única manera de sobrevivir. Yo hacía lo propio, a pesar de la muerte de un amigo al que los esbirros del tirano siguieron y le tendieron una emboscada fuera del país; y reímos más todavía esa tarde, ese crepúsculo en nuestro departamento de Barcelona, junto a alguna botellita de tinto.
Me contó de la chica Gloria, de cómo su constante amor pudo hacer que conociera la dicha, de los «cauros» de la jec, de su militancia, de cómo habían sobrevivido con la Chica vendiendo mermelada o salsa de tomate que, artesanalmente, preparaban en su casa... Hacía miles de días, montones de años que yo había dejado de relacionarme con los amigos de la jec. Un día decidimos con Carlitos Paul largarnos a Valparaíso y allí ocurrieron más cosas, entre otras, que el chico Carlos conoció a su compañera, quien aún lo soporta. Pero ésa es otra historia y ya se contará o no.
El asunto ahora es que el flaco Martínez había quintuplicado sus dotes de buen hacer y era un empresario en toda regla. Huyó del régimen, huyó de deudas en negocios que fueron fracasando, me contó, y esperaba reunirse con Gloria aquí en Barcelona unos días... Mi felicidad aumentó: vería a la chica Gloria, cogida del brazo, al fin, del flaco Martínez. Y así fue. Mientras tanto, mi compañera Marisa guardaba un silencio cariñoso y poco a poco iba interesándose por los quehaceres del Flaco. Y así fue como uno de esos días hizo casi de «abogado» nuestro ante la posible compra de un departamento en que estábamos interesados...
Aún no nacía nuestro hijo (ahora tiene 25), la paga era escasa, no quería Marisa seguir pagando arriendo, Marisa quería comprar un apartamento, y así fue como, ante un anuncio de venta en el barrio, concertamos cita y el Flaco se ofreció a acompañarnos. Lo que no sabíamos era que el Flaco se erigiría en defensor de nuestro intereses e inquiriría por todo ante el dueño que quería vender, que si la plusvalía, que si el derecho aquí, allá, que esto y lo otro. Al final, el vendedor estaba tan abrumado por todas las preguntas del Flaco que nos dejó por cansancio, sin decirlo, claro, a la vez que nosotros aprovechábamos un silencio para despedirnos y prometer una futura visita o llamada que jamás se hizo, y no compramos, claro.
Notable el Flaco, como siempre, Marisa estaba asombrada de todo lo que estaba enterado, sin ser español ni vivir aquí.
Así fue la entrada del Flaco en nuestra vida, de nuevo en mi vida, y así la he querido contar a todos. Seguirán más episodios aquí, si me animo e interesa.
lagos luis «lucho»